El Presidente de la Dignidad

Illia no era pobre. Illia era honesto. Ser pobre es una circunstancia. Ser honesto, una virtud. Por eso Illia representa una virtud ética cardinal que debería ser el presupuesto que antecede toda vocación política.

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  Entre el 12 de octubre de 1963 y 28 de junio de 1966 la República Argentina tuvo un gobierno ejemplar.

  Un gobierno democrático y progresista al que muchos pretendieron – y aun pretenden – limitar a la litografía de un Presidente despojado de la ambición por acumular bienes materiales. Hemos escuchado, más de una vez, repetir como un mantra aquello de que “Illia murió pobre”. Un error de percepción axiológica. Illia no era pobre. Illia era honesto. Ser pobre es una circunstancia. Ser honesto, una virtud.

  Por eso Illia representa una virtud ética cardinal que debería ser el presupuesto que antecede toda vocación política.

  Han pasado 50 años del derrocamiento de aquel gobierno ejemplar que, como bien señalara el historiador Félix Luna, llevaba “un pecado original que el peronismo nunca perdonó”, refiriéndose a las condiciones de proscripción que en las que se desarrollaron las elecciones del 7 de julio de  1963. Pero no es menos cierto – como suele rememorar el Profesor Alberto Abecasis – que dicha situación “no era un componente atribuible a Illia”. El compromiso de Illia por lograr una democracia plena e incondicionada se manifestó la misma noche de los comicios, momento en el cual el Presidente electo anunciaba que aquella seria “la última elección con proscripciones”.

  En cumplimento de esa consigna el 17 de octubre de 1963 – a tan sólo 5 días de haber asumido el gobierno – se autorizó el primer acto público del Peronismo en la Plaza de Once, derogándose el decreto que prohibía las actividades de dicha agrupación política y poniendo fin de esta manera a años de arbitraria proscripción. El 7 de enero de 1965 la Justicia Electoral de la Capital Federal otorgó personería política al Partido Justicialista. En las elecciones parlamentarias nacionales de 1965, el Movimiento Nacional Justicialista pudo asistir a la compulsa del 14 de marzo bajo el nombre “Unión Popular” resultando triunfante en ésa instancia, sin que ello diera lugar a la anulación de las elecciones o el desconocimiento de la voluntad popular expresada libremente en las urnas. Como había sucedió, por caso, durante el Gobierno de Frondizi en 1962 en donde que se anularon las elecciones en todo el país, entre ellas la de la Provincia de Córdoba donde había triunfado la fórmula de la Unión Cívica Radical del Pueblo que postulaba a Arturo Illia y Justo Páez Molina como candidatos a Gobernador y Vicegobernador respectivamente.

  A pesar de estos avances, la acción política del Justicialismo se endureció progresivamente, sumándose a ello el inclemente plan de lucha lanzado por la Confederación General del Trabajo encabeza por Augusto Vandor, lo que sin lugar a dudas en nada contribuía a estabilizar la transición democrática. Esto no hizo mella en la vocación democrática del Presidente Illia, que gobernó sin apelación al Estado de Sitio, ni persecución a opositores, ni presos políticos. Ejemplo de ello fue la legalidad con la que se enfrentó la aventura del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) comandado por Jorge Ricardo Masseti, quienes enclavados en Salta buscaron diseminar un movimiento foquista, animados por la experiencia de la Revolución Cubana. El Gobierno desarticuló esa operación aplicado rigurosamente la ley, sin violar los derechos humanos de los involucrados en la primera acción guerrillera intentada en nuestro país.

  Pero no estaban allí los enemigos de aquel gobierno.

  La instrumentación del Seguro Nacional de Salud que universalizaba la cobertura sanitaria a toda la población, concibiendo a la salud como un bien social – como lo definiera el Ministro Oñativia – afectaba directamente los intereses de obras sociales y empresarios de la salud que verían reducidos sus amplios márgenes de rentabilidad. Esto se complementó con la sanción de la Ley Nacional de Medicamentos basada en una filosofía humanista de profunda sensibilidad social, que vino a poner coto a las pingues ganancias obtenidas por laboratorios y oligopólios farmacéuticos que concentraban la lucrativo industria de las patentes medicinales.

  Desmotar ese fenomenal negocio implicó ir en contra de la mercantilización de la salud pública, lo trajo que aparejado como consecuencia los apremios de la industria farmacológica contra el gobierno nacional, con acciones que iban desde el desabastecimiento hasta la presión ejercida desde organismos multilaterales de crédito.

  Sectores de la prensa gráfica, encabezados por Jacobo Timerman, Bernardo Neustadt, Mariano Grondona, Ramiro de Casasbellas, Tomás Eloy Martínez y Mariano Montemayor entre otros «notables» periodistas, se constituyeron en la vocería de los sectores reaccionarios que impulsaron la destitución del Presidente Illia en defensa de inconfesables intereses. No fue extraño a ese ambiente cargado de conjuras las editoriales del periódico fundado por Roberto Noble, quien mantenía una indisimulable simpatía por la figura del Presidente Frondizi y respaldaba las medidas de Gobierno adoptadas entre 1958 a 1962; medidas a las que Arturo Illia vendría a subvertir inspirado en las mejores tradiciones del ideario de reparación que predicaba Hipólito Yrigoyen. Sin embargo no existió restricción alguna a la libertad de expresión, ni tentativa de revancha contra aquellos que ridiculizaban – sin inocencia – la investidura presidencial. Ni mucho menos periodistas asalariados o propaganda oficial que intentara contrarrestar las embestidas de los factores de presión y los grupos de poder.

  Esto conmemoración  seria incompleta si no hiciéramos referencia a una de las acciones de Gobierno más valientes encaradas por el Dr. Illia en defensa de la soberanía nacional, en cumplimiento del compromiso expresado durante la campaña electoral de 1963. Nos referimos a la anulación de los contratos petroleros, reafirmando en ese acto la postura histórica de la Unión Cívica Radical en materia de hidrocarburos y recursos naturales llevada adelante por el General Mosconi bajo la Presidencia de Yrigoyen y Alvear respectivamente.

  Aquellas convenciones leoninas suscriptas bajo el Gobierno de Frondizi, implicaban renunciar a recursos estratégicos para el desarrollo del país, vulnerando derechos de las Provincias donde se ubicaban los yacimientos e inobservando lo establecido en la normativa legal, otorgando a los concesionarios la propiedad de la riqueza del subsuelo de la Patria. El Presidente Illia se mantuvo inconmovible en la decisión soberana de lograr que YPF volviera a ser “la entidad rectora del desarrollo energético” en nuestro país, como él mismo afirmara en su discurso de asunción del 12 octubre de 1963. Los decretos N° 744 y N° 745 declararon “nulas de la nulidad  absoluta” las concesiones petroleras a compañías trasnacionales efectuadas por Frondizi, por «vicios de ilegitimidad” y por “ser dañosos a los derechos e intereses de la Nación«, medida que alcanzaba a los contratos relativos a la explotación y la perforación de pozos petroleros.

  Militando sin desviaciones en la línea yrigoyenista, la anulación de los contratos petroleros decretada por el Presidente Illia – como afirmara el ex Subsecretario de Energía de la Nación Gustavo Callejas – no implicó perder el autoabastecimiento, ni ocasionó una baja en la producción de hidrocarburos, como suelen exponer falazmente escribas de los factores de poder contrariados por aquella decisión soberana.  Tampoco – reflexiona el autor citado – esto obligó al pago de indemnizaciones en acuerdos extrajudiciales. Aquella decisión, por el contrario, permitió reorganizar YPF, lo que trajo entre otras consecuencias ventajosas para el país el descubrimiento años más tarde en Neuquén del yacimiento gasífero Loma de La Lata, en un área que estaba en poder de la petrolera ESSO.

  La defensa irrestricta de la soberanía también tendría sus manifestaciones en la política exterior. La Resolución 2065 adoptada por la Asamblea General de la Naciones Unidas constituye el mayor avance diplomático con relación a la recuperación de la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas. Aquella resolución fue aprobada con 94 votos favorables, 14 abstenciones, sin registrase posiciones contrarias. La resolución expresa en sus considerandos que está inspirada en “el anhelado propósito de poner fin al colonialismo en todas partes y en todas sus formas” admitiendo “la existencia de una disputa entre los Gobiernos de la Argentina y del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte acerca de la soberanía sobre dichas Islas” ante lo cual “invita a los Gobiernos de la Argentina y del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte a proseguir sin demora las negociaciones recomendadas por el Comité Especial encargado de examinar la situación con respecto a la aplicación de la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales a fin de encontrar una solución pacífica al problema teniendo debidamente en cuenta las disposiciones y los objetivos de la Carta de las Naciones Unidas y de la resolución 1514 (XV) de la Asamblea General, así como los intereses de la población de las Islas Malvinas (Falkland Islands)”.

  De esta manera el cuerpo diplomático argentino encabezado por el Canciller Miguel Ángel Zavala Ortiz y el Embajador José María Ruda lograba que Naciones Unidas reconocieran la existencia de una disputa de soberanía e instara a la negociación bilateral entre las partes a los fines de procurar la solución pacífica al problema, teniendo en cuenta los intereses de los isleños, lo que no implicaba ponderar sus deseos ya que ello hubiese significado extender a dicha situación el principio de libre determinación, situación que no configura éste supuesto ya que no se trata de un reclamo de independencia de los isleños respecto al Reino Unido, sino una disputa bilateral de dos naciones soberanas sobre un territorio insular.

Pero si bien éste constituye un gran logro diplomático en mérito de la defensa de la soberanía nacional, no es menor destacar otros puntos sobresalientes del gobierno del Dr. Illia en materia de política exterior. Como por caso la negativa de enviar tropas a la Republica Dominicana para participar – junto a los marines estadounidenses – del derrocamiento del Presidente Juan Bosch. Prevaleció, ante las intimidaciones externas y las presiones internas, la tradición histórica de Radicalismo de solidaridad latinoamericana, el principio de no intervención y el mandato yrigoyenista que reza que “los hombres son sagrados para los hombres, como los pueblos sagrados para los pueblos”. 46 años después de que Hipólito Yrigoyen ordenara izar el pabellón dominicano en Santo Domingo ante la invasión norteamericana a la isla, aquel joven médico oriundo de la ciudad de Pergamino al cual Yrigoyen designara medico ferroviario en Cruz del Eje, desde la primera magistratura emularía con firmeza la posición doctrinaria del primer Presidente democrático surgido de la Unión Cívica Radical.

Su paso por Europa durante de la década del 30´ le permitió vivir de cerca el ascenso de los totalitarismos, razón por la cual siempre desprecio el culto a la personalidad. Tal vez aquellas vivencias hayan influido en su capacidad para diferenciar claramente la defensa de los intereses nacionales del nacionalismo y la vocación popular del populismo.

  Así es que a la par de la defensa de los intereses nacionales, el gobierno de Illia se fundaba en una profunda vocación popular patentizada en medidas propias de lo que años más tarde se denominaría “Estado de Bienestar”. La dignidad salarial de los trabajadores fue una preocupación constante de Illia, lo que motivo la sanción de la Ley 16. 459 del año 1964, por la cual se establecía el salario mínimo, vital y móvil, creando el Consejo del Salario integrado por representantes del Estado, los sindicatos y las cámaras empresariales, cuya función esencial era la de determinar periódicamente el salario vital mínimo. A no dudarlo, aquella fue una ley hija del espíritu del Artículo 14 bis de la Constitución Nacional.

  Consecuencia directa de esto fue el crecimiento del salario real entre 1963 y 1966 en una casi un 10%, elevando la participación de los trabajadores en la distribución del ingreso al 43%. Esto se complementaba con la sanción de la Ley de Abastecimiento que protegía el consumo de los sectores populares, mediante el control de precios de los insumos que componían la canasta familiar, como reaseguro del poder adquisitivo del salario.

  La Confederación General del Trabajo, a pesar de estos indicadores y de que la desocupación cayó de 8,8 % en 1963 a un 5,2 % en 1966, lo cual la ubicaba casi en el umbral del pleno empleo, no daba tregua y embestía incesantemente contra el Gobierno de Illia. Imperturbable, el Presidente garantizó sin limitaciones el derecho de huelga y los derechos colectivos de las organizaciones sindicales y los representantes gremiales.

  La política económica, como no podía ser de otra manera, estaban en consonancia con la defensa de los intereses nacionales y populares. El equipo económico que acompañaba al Presidente integrado por Eugenio Blanco, Juan Carlos Pugliese, Alfredo Concepción, Enrique García Vázquez, Roque Carranza, Félix Elizalde, entre otros hombres de notable formación, tenía la particularidad de no provenir de ningún “think tank” financiado por grupos económicos que como contraprestación exigían el amparo de intereses particulares o sectoriales. De todos ellos se puede predicar que compartían una savia común que entendía que la economía debe estar subordinada a la política y está a programas que se estructuren sobre la base de claras posiciones ideológicas y férreos principios morales.

  Los organismos multilaterales de crédito, surgidos de los acuerdo de Bretton Woods recibieron al gobierno de Illia con una agenda que incluía una particular interpretación de las garantías de seguridad jurídica para el capital extranjero: políticas impositivas diferenciales como requisito para atraer inversiones, congelamiento de salarios, enajenación de activos públicos, restricción de la intervención estatal en la economía, apertura de las fronteras económicas, desregulación de barreras arancelarias, ajuste de las cuentas públicas, restricción de la estructura estatal  y control del déficit público, entre otras ya clásicas medidas de la ortodoxia económica.

  Arturo Illia desechó la aplicación de medidas de este talente que hubieran golpeado fuertemente a los sectores populares. Por lo que tomo la decisión de cancelar vencimientos sin comprometer reservas, evitando la opción de tomar nuevos créditos de aquellos mismos organismos. La deuda externa global del país entonces operó una notable disminución lo que significó la recuperación de la autonomía, evitando injerencias externas sobre nuestra política económica. Esto no entraño enclaustrar nuestra economía, si no que por el contrario, siguiendo lo establecido en plataforma difundida durante la campaña electoral, se diversificaron las relaciones comerciales en el plano internacional, siendo ejemplo de ello la apertura de relaciones comerciales con la República Popular China y países de Europa del Este – valga ponerlo en contexto – en pleno desarrollo de la denominada “Guerra Fría”.

  Solo por citar algunos indicadores podemos mencionar la evolución del Producto Industrial del 4, 1% en 1963 al 18, 9% en 1964 y al 13, 8%  en 1965. El PBI opero un crecimiento el 2,4% en 1963,  10, 3% en 1964 y 9,1% en 1965. Las reservas en oro y divisas al asumir Illia el Gobierno se encontraba en el orden de los 6.384 millones de pesos, en tanto que al momento de producirse el asalto al gobierno por parte de Juan Carlos Onganía el país contaba con 38.037 millones pesos de reservas en oro y divisas. La deuda externa en tanto experimentó una deducción en el mismo periodo de 3.390 millones de pesos a 2.650 millones.

  Los fríos números de la economía toman color popular si recordamos que estas medidas tuvieron su correlato en el plano interno con la adopción de una política crediticia desvinculada de la especulación financiera y volcada a la producción y el trabajo, mediante un fuerte impulso al cooperativismo y rigurosos  controles a la banca internacional para limitar el giro de utilidades al exterior y a las entidades financieras nacionales respecto del otorgamiento de préstamos por encima de la capacidad de respuesta económica.

  La creación del Consejo Nacional de Desarrollo acompaño esta política económica, impulsando la industrialización, la sustitución de importaciones, la promoción de las exportaciones y el despliegue de un plan federal de obras públicas que armonizaran el crecimiento y apuntalara el progreso de las economías regionales. A esto se sumó el control del desempeño de las empresas públicas con la creación de la Sindicatura General de Empresas del Estado, poniéndolas al servicio del proyecto nacional.

  En paralelo se estableció el Consejo Económico y Social como instancia democrática de planificación de la economía nacional, respetando las competencias originarias del Congreso de la Nación en materias establecidas por la Constitución Nacional, descartando cualquier tentación por solicitar facultades extraordinarias por parte del Poder Ejecutivo Nacional.  En el plano institucional se respetó sin cortapisas el principio republicano de división entre los poderes del Estado, asegurando la independencia del Poder Judicial como forma de garantizar la imparcialidad de la Justicia. Illia le rechazó la renuncia a los Ministros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, expresándoles “la República necesita los jueces de la Constitución y no los jueces del Presidente. Cumplan ustedes con fidelidad su labor”.

  Pero todo crecimiento económico –  sabia Illia – deviene injusto sin ello no es acompañado de un equitativo progreso social. Formado en los valores de la Reforma Universitaria de 1918, asumía como consigna que la educación es el motor de la movilidad social ascendente, razón por la cual elevo la asignación de las partidas dirigidas a educación, cultura, ciencias e investigación de un 12% en 1963 al 25% en 1965, duplicando así su participación en el presupuesto nacional.

  Su salida del gobierno fue la resultante de la confluencia de factores convergentes, muchos de los cuales son relevados por los investigadores Cesar Tcach y Celso Rodriguez en la obra “Illia. Un sueño breve”, la que cuenta con interesantes aportes surgidos de la desclasificación  de documentos de la Embajada de los Estados Unidos en nuestro país.  Los intereses corporativos que habían visto peligrar sus privilegios por las acciones emprendidas por un Presidente sin macula, tuvieron en el sector integrista de las Fuerzas Armadas – de orientación falangista y formados en la doctrina de Seguridad Nacional – su brazo armando para perpetrar el golpe de Estado.

  Illia cuyas única arma de defensa era su integridad moral, intento resistir el putsch encabezado por Perlinger, Pistarini y Alsogaray al mando de un grupo de oficiales del Ejército. Si bien no pudo detener aquel avance, no se privó de calificarlos frontalmente de “salteadores nocturnos”. Rodeado por un puñado de colaboradores y algunos militantes de la Unión Cívica Radical, bajo las escaleras de la Casa de Gobierno y salió con la misma honestidad que había ingresado.

  Arturo Illia había dejado de ser Presidente de la Republica para volver a ser el militante orgánico que fue toda su vida. Un militante democrático y progresista que había encontrado en el Radicalismo las banderas para portar en su estandarte.

  La Dictadura de Ongania, lo encontró caminando junto a los estudiantes conmemorando el 50° aniversario de la Reforma Universitaria, como recordara alguna vez Guillermo Estévez Boero, quien se refreía a Arturo Umberto Illia – con toda razón –  como  el “Presidente de la Dignidad”.