Existe un amplio consenso sobre que la reestructuración de la justicia argentina es una de las cuentas pendientes institucionales más relevantes desde la recuperación democrática, aunque al mismo tiempo, surgen, como en este caso, múltiples discrepancias acerca de su oportunidad, alcance y objetivos.
Es por eso que pensamos que antes de analizar la letra de la propuesta oficial, ingresada esta semana al Congreso Nacional, es necesario reflexionar alrededor de cada uno de estos aspectos centrales que, sin duda alguna, condicionan directamente su legitimidad y eficacia, en un intento de impedir quede atrapada en el antagonismo irreductible que caracteriza los últimos años el debate político en todos sus niveles.
En este sentido, estamos convencidos que un contexto de prolongada y generalizada emergencia en la que nos encontramos como consecuencia de la pandemia de covid 19 y de las respuestas sanitarias dispuestas en los distintos niveles de gobierno para enfrentarla, la propuesta de reforma judicial se vuelve claramente inoportuna, por distintas razones.
Ante todo, porque conduce a los actores involucrados en ella, a una discusión divorciada de las impostergables esfuerzos que reclama la profunda crisis en la que nos encontramos inmersos, teniendo en cuenta especialmente las dramáticas secuelas sociales que continúa produciendo; y además, porque la severa fragmentación política que padecemos, la coloca en la abultada lista de temas utilizados principalmente para denostar a quien piensa diferente, en un signo distintivo de la baja calidad democrática que supimos construir.
En esta línea de ideas, también llama poderosamente la atención que en una de sus partes, al momento de integrar el llamado “Consejo Consultivo para el Fortalecimiento del Poder Judicial y del Ministerio Público”, constituido con la misión de elevar al gobierno nacional un dictamen sobre sus aspectos centrales, no haya incorporado a representantes provenientes de distintos sectores del quehacer jurídico, afirmando, en cambio, la preponderancia de los interpretes afines al mismo.
El pomposo nombre utilizado para nombrar a esta comisión, no puede, sin embargo, ocultar que entre sus miembros figuren juristas con intervención profesional en causas donde se ventilan relevantes hechos de corrupción, en defensa de destacados (y destacadas) referentes del gobierno federal, por lo cual, ha sido reemplazado popularmente por una definición más cercana a la realidad, como “comisión Beraldi”, dando por tierra, de arranque nomás, con su supuesta objetividad.
Por otra parte, y adoptando una estrategia elitista y restrictiva, en sintonía a la utilizada en el combate contra la pandemia de coronavirus, el poder ejecutivo decidió apuntalar sus decisiones sobre los problemas de la justicia argentina en la opinión de un reducido grupo de oráculos, en lugar de democratizar el debate, involucrando a la comunidad jurídica en general, esto es, facultades de derecho, colegios de abogados, asociaciones de magistrados de todo el país; y complejizarlo más allá de las acotadas fronteras del derecho, propiciando la participación, por ejemplo, de economistas, filósofos, sociólogos, psicólogos sociales, licenciados en administración, entre tantos otros necesarios protagonistas que han quedado marginados, y que mucho tendrían para aportar en el diseño horizontal de un servicio de justicia renovado y eficaz para este siglo. Sucede que la administración de justicia es un asunto demasiado importante para dejarlo exclusivamente en manos de juristas.
Asimismo, la reforma es criticable, porque de su contenido se desprende que una de sus principales metas se encuentra en la descripción valorativa, en este caso, claramente monocolor; y la determinación de los problemas que afectan el correcto funcionamiento, de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Ello se traduce en que algunos de los integrantes de la comisión, a la par de defender los intereses de algunos funcionarios (y funcionarias) del actual gobierno en numerosas causas judiciales, tendrán también la posibilidad de incidir, cuando no, de establecer, la nueva arquitectura del tribunal que, quizás, decidirá en última instancia sobre las mismas, lo cual resulta, a todos luces, abiertamente contrario al espíritu republicano.
Inclusive, la mayoría de este grupo de juristas, al ser entrevistados por diversos medios periodísticos, ha hecho conocer su opinión en cuanto a la necesidad de ampliar el número de miembros del Máximo Tribunal, en una crónica de final anunciado, en lo que constituye una corrosiva tradición argentina, según la cual, cada gobierno se arroga la facultad de construir una “Corte a la carta”, no solo para transitar su gestión sin sobresaltos, sino también, para lograr impunidad cuando eventualmente algún juez se dedique a evaluar su desempeño en el futuro.
Se está lanzando una reforma judicial a la medida de algunos (y algunas) principales protagonistas del gobierno nacional, muy lejos de las necesidades del ciudadano de superficie, que únicamente aspira a que el juicio que inició en contra de su vecino, por problemas de humedad, se resuelva rápidamente, como también su reclamo por la poda de su jubilación, no se convierta en su declaratoria de herederos.
Forzosamente, esta situación nos remonta a dos instantes cruciales de la historia joven de nuestra democracia, referida a la forma en que sus primeros presidentes, Raúl Alfonsín y Carlos Menem, abordaron la organización de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
El líder radical, apenas ganador de las elecciones generales de 1983, ofreció la presidencia la presidencia del tribunal, a quien fuera su rival, Italo Lúder. Luego, con la misma impronta, promovió que los jueces naturales de la Constitución Nacional enjuiciaran en un hecho inédito a nivel mundial, a los responsables de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la aciaga noche de la última dictadura.
En cambio, su sucesor, embistió groseramente contra el Máximo Tribunal de los argentinos, para que su bloque legislativo, en una votación velocísima, llevara su número de integrantes de cinco a nueve, inaugurando al tristemente célebre “mayoría automática”, imprescindible para diluir los conflictos que se suscitarían con motivo de la despiadada reforma del estado en puerta. Luego, los ministros Roberto Dromi y Domingo Cavallo, se encargarían del resto.
Nos hemos acostumbrado a la teórica discrepancia ideológica entre la derecha y la izquierda que conviven en la vida interna del peronismo, pero en el fondo, la misma se reduce a ciertos aspectos de la gestión de sus gobiernos, desapareciendo cuando se trata del ejercicio de su congénita vocación hegemónica de poder. También en este punto, quienes actualmente abrevan en una suerte de progresismo nostálgico, deletrean la receta escrita en los conservadores años noventa para formalizar un reaseguro institucional de impunidad.
La otra parte de la propuesta de reforma judicial, además de volver sobre el funcionamiento del Consejo de la Magistratura y del Ministerio Público, se ocupa fundamentalmente de multiplicar los juzgados federales penales en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a transferir otros a su jurisdicción, y a crear uno más en las provincias argentinas, sin considerar, volviendo a la necesidad de abordar el problema desde una perspectiva multidisciplinaria, los elevados costos de su creación, pero abriendo el juego del intercambio político con los gobernadores para facilitar su aprobación.
No se vislumbra en lo que se conoce del proyecto oficial, ninguna idea asociada al fortalecimiento sustentable de los valores de independencia y transparencia, que deben imperar en el servicio de justicia, para asegurar el derecho a la tutela judicial efectiva de todos los habitantes, que proclama el preámbulo de nuestra Constitución Nacional, para disipar toda clase de dudas desde sus primeras hojas.
El Congreso Nacional y la sociedad toda, tendrán entonces, una importante responsabilidad en un debate que debe sobrevolar la asfixiante coyuntura, para irradiar sus resultados recién en el futuro mediato del desarrollo institucional de nuestro país. En tal sentido, quizás una cláusula o acuerdo que establezca una fecha diferida para la vigencia de la reforma, durante el próximo mandato presidencial, sea una garantía para lograr un debate plural, serio y sin urgencias.
Caso contrario, nos veremos obligados a continuar transitando el sinuoso camino de la decadencia institucional argentina, desperdiciando una nueva oportunidad de abrazar con grandeza, el compromiso que se nos presenta a todos en la tarea de forjar un mejor destino. Que nos merecemos.
*Abogado, Constitucionalista y Docente de la Universidad Nacional de Córdoba.